“Cuando la confesión no es espontánea ni impuesta por
algún imperativo interior, se la arranca; se la descubre en el alma o se la
arranca al cuerpo.”
(Michel Foucault)
Nuestra existencia humana es
inimaginable sin nuestro cuerpo, y sin embargo durante las experiencias
cotidianas demostramos con los actos que tenemos actitudes hacia él que van
desde el olvido hasta el desprecio y el odio.
Por ello es que partimos de la idea de una batalla por el cuerpo, el que
es un verdadero “champs de bataille”.
El cuerpo no es solo un complejo biológico,
sino que además es social. Desde que nacemos el cuerpo en desarrollo es
intervenido por la cultura. Las
soluciones a cuestiones tan esenciales como la alimentación o el abrigo varían
de sociedad en sociedad y de época en época.
Hablar del cuerpo implicar pensar en la vestimenta, la sexualidad, en
los sistemas de castigos, en los trastornos alimenticios o la joyería, una gama muy amplia de problemáticas
y aun así no ha tenido mucha preocupación sobre él en los estudios académicos.
Michel Foucault es parte del cambio de enfoque donde el cuerpo se vuelve
epicentro de la discusión teórica (“Vigilar y Castigar” e “Historia de la
sexualidad”)
Si hacemos un poco de historia no
hay que extrañarse que tal descuido pueda historiarse en los orígenes mismos
del mundo occidental. Nuestro conocido filósofo griego Platón (427 – 347 a.c.)
plantea la existencia de un dualismo (cuerpo y alma) donde el cuerpo es cercano
a las necesidades y preocupaciones mundanas y el alma representa lo
elevado. En última instancia el cuerpo actúa
como un impedimento del alma, es su cárcel. Esta particular visión platónica del
cuerpo es transmitida por la Iglesia católica, que identificará al cuerpo con
el pecado. Esta doctrina evangelizará a América
vía conquista-colonia española y portuguesa.
La modernidad como proceso
emancipador de las costumbres del pasado, no logra superar las ataduras que
represento la Iglesia y sus doctrinas en relación al cuerpo y el pecado. El Estado asume el disciplinamiento de las masas
y los aparatos a cargo de ello son la Escuela y el Ejercito (Althusser). Habría que agregar que el trabajo también. O sea que nuestro cuerpo si bien ve
disminuida la presión de la Iglesia sobre él, ve aumentados las “estructuras”
que lo utilizan como campo de batalla discursivo.
No es extraño ver como los cuerpos
son espoloneados en la escuela a través de la gimnasia, en el trabajo por la “racionalidad”
de los movimientos (Frederick Taylor, Henry Ford) y en el ejército con las marchas
y los entrenamientos. Quizás la última
gran exaltación –no por ello disciplinamiento y control- fueron las
concentraciones nazis y las Olimpiadas de Berlín en 1938. De cierta forma, el mundo posguerra se rebela
ante todo esto en sus diversos movimientos sociales. Una reivindicación actual sobre el derecho a
que la mujer decida sobre sí misma en el caso del aborto o la lucha de las
minorías sexuales son proclamaciones de cuerpos autónomas más allá del Estado,
la Iglesia y otras estructuras de poder.
La batalla no ha finalizado, es
muy temprano para pensar que el retroceso de dichos centros de poder no den
paso a otras formas de poder, como el mercado (Acoso laboral) o simplemente los
pares (recordemos el énfasis microsocial de fenómenos como el bullying, la
anorexia, la bulimia,). Al final, en este
mundo llamado posmoderno por algunos, falto de certidumbres y multiplicado en
riesgos, el cuerpo se ve tensionado especialmente por el si-mismo, el ego. Aquí es donde el consumo, un elemento que la mayoría
no identificaría con el control social, disciplina a la masa en sus gustos a partir
de la oferta de modas y de estilos accesible para quienes pueden pagar.
La moda, lo sabemos desde los
tiempos de George Simmel, son los gustos de la clase alta que permeabilizan a
las otras clases sociales. El acceso a “estar
a la moda” tiene un coste monetario y dichos estilos se cristalizan en una
puesta en escena a través de los cuerpos.
La lucha de la identidad se expresa en vestuarios, accesorios, marcas
que sean visibles para los otros. En
mundo que se mueve a alta velocidad, la “puesta en escena” de la identidad
permite conocer al otro sin realmente conocerlo.
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